Esta sociedad de necesidades
insatisfechas, generadora de angustias y frustraciones, requiere de una gran
dosis de técnicas persuasivas para imponer su sistema de valores. Mediante
éstas se determina la manera en que los individuos ocupan su tiempo, sobre todo
el tiempo libre. La distracción de los problemas cotidianos mediante el entretenimiento se ha convertido hoy
día en una de las industrias principales de la denominada “sociedad libre de mercado”.
Si el sometimiento por medio de la
enseñanza y de la violencia, del poder jerárquico y del mercado de trabajo, se
ejerce en formas más o menos manifiestas y detectables, las modalidades
utilizadas por la industria del entretenimiento exigen mucho más esfuerzo para
su detección y reconocimiento. A esto se resiste la misma conciencia de los
individuos sometidos; y es que con el entretenimiento abordamos el reino de la
imaginación y de los deseos, ya sean confesados o inconfesados, conscientes o
inconscientes.
Uno de los libros de ciencia-ficción
más leídos, “Un mundo feliz”, de Aldous
Huxley, escrito en 1932, parte de la tesis de que la demanda humana de
distracciones es ilimitada, y describe el control de una sociedad por medio del
placer y del entretenimiento…
El entretenimiento y la distracción
nos ponen en contacto con lo que no tenemos, y por tanto, deseamos: gente rica
y guapa, países exóticos, casas y vidas suntuosas, agraciados con golpes de
suerte en la lotería y en los concursos, etc., y también, claro está, con las
cosas desagradables y negativas. Si se mira de cerca, las desgracias y
catástrofes, hambrunas y guerras, sufrimientos y muertes, ocurren siempre a
otros y en otros lugares, a otros grupos sociales y en otros países o
continentes, a los marginados de todo tipo, etc.
¿Para quién no es
placentero contemplar en la pequeña pantalla cómo los males se ceban en los
otros, desde la seguridad que ofrecen las cuatro paredes del hogar, debidamente
protegido por una puerta blindada? Esa
pequeña ventana nos permite asomarnos al acontecer mundial y recibir tantas
informaciones fragmentadas que nos creemos bien informados y de vuelta de todo;
por lo tanto, uno no siente la necesidad de intervenir a fin de solucionar los
problemas cotidianos con los demás. Hasta se puede tener una conciencia limpia,
pues uno se preocupa, se informa, está al día; incluso, puede tener toda clase
de ideas sobre lo que podría hacerse para acabar de una vez con la miseria
humana, pero se mantiene aislado ante el televisor o el video.
¿A qué preocuparse tanto?. Como si
no fuesen suficientes los problemas propios en el trabajo, la presión constante
de los jefes, la insolidaridad de los compañeros, la incertidumbre del mañana,
la insoportable molestia de la mujer con sus sueños de cambiar de vida, etc.,
etc. Apretemos, pues, uno tras otro los numerosos botones que nos ofrecen
entretenimiento y compensación gratuitos, aunque sean ilusorios, por todas
nuestras carencias. ¡Hay que divertirse, que son dos días!.
Como todo el mundo sabe, los
españoles dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo libre (entre 3 y 5 horas
diarias, según las edades) al consumo de entretenimiento televisivo: series,
telenovelas (culebrones), filmes (190 semanales), concursos (110 semanales),
deportes televisados, reclamos publicitarios, etc. Hasta los mismos programas
informativos (telediarios) tienen como tarea primordial cautivar a la audiencia
entreteniéndola, esto es, teniéndola
entre, reteniéndola con sus diversos señuelos a fin de venderla luego a los
anunciantes a tanto el millón de telespectadores.
Ahora bien, la televisión, como los
demás medios electrónicos, se caracteriza por la fugacidad. El flujo de
imágenes discurre a tal velocidad que el ojo humano apenas tiene tiempo para
percibirlas, y menos aún el cerebro para procesarlas y asimilarlas.
Las transiciones entre reclamos
publicitarios y escenas de los programas se hacen sin interrupción, de modo que
no sabemos si los anuncios forman parte de la película, o la película es parte
de los anuncios. En cualquier caso los programas están ahí para enmarcar y
vender los anuncios, igual que los textos de los periódicos están para vender
espacio publicitario. Por término medio, la cámara no se detiene más de 3
segundos y medio sobre un objeto o una persona. La vista no descansa un
momento, siempre se le ofrece algo nuevo que ver. Este puro accionismo apela a
y estimula los sentimientos. La reflexión requiere tiempo y reposo.
Esta corriente incesante de imágenes
no sólo dificulta o imposibilita la comunicación, entendida como intercambio de
ideas, informaciones o incluso sentimientos, es decir, como diálogo, como
acción compartida, sino que también entorpece la formación de opiniones basadas
en las experiencias propias y en la argumentación; por eso es lógico que la
gente que más televisión ve, como los norteamericanos, sea también la menos
informada, por bellas y entretenidas que sean sus presentaciones, incluidos,
claro está, los programas informativos.
En cualquier caso, la vida actual no
se puede imaginar ya sin los medios de producción y distribución masiva de “comunicación” y entretenimiento.
Entretener
significa compensar durante un rato las debilidades y carencias emotivas y
sentimentales. El entretenimiento
apela a los déficits emocionales que todos tenemos de vez en vez; de eso vive
esta industria, pero el objetivo último del entretenimiento ofrecido
mayoritariamente por los medios actuales no es el postulado ético de la
coexistencia de los pueblos y de las etnias, sino el de ganar dinero con
programas que explotan los instintos más primitivos (sexo y violencia). La
aspiración de toda cultura ha sido, en cambio, refinar estos instintos. El
derecho del más fuerte se contradice con el ideal de los derechos humanos.
Como juego lucrativo con las
emociones de los demás, el entretenimiento
es en realidad una cuestión política, determinada por los medios utilizados.
Quien se distrae diariamente con el asesinato, la muerte, el fraude, la
violencia bruta, aprende que el derecho del más fuerte, el egoísmo
individualista predomina sobre los derechos humanos, la solidaridad y la
cooperación. Y aprende también que la manera mejor de responder a las opiniones
es partiéndole la cara a quien las expresa. La simplicidad y singularidad de
los puños en vez de la complejidad y diversidad de las opiniones, de la fuerza
de los argumentos racionales, forma mirones críticos y no ciudadanos
democráticos, con conciencia crítica y sentimientos solidarios.
El entretenimiento y la diversión de las grandes masas de la población,
la organización interesada de su tiempo
libre, se ha convertido en una de las industrias más lucrativas y prósperas
de nuestros días. Al aprovecharse las fuerzas productivas más modernas, las nuevas tecnologías de la información y de la
comunicación, como suelen ser denominadas, ofrecen una oferta amplia para
la organización del tiempo libre, entendido como tiempo de ocio, de no trabajo
para otros; pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que sea un tiempo de
libre disposición, ocupada por actividades organizadas y dirigidas por nosotros
mismos. Ahora, esta industria utiliza todas las formas de cultura popular:
historietas, dibujos animados, discos, videojuegos, programas de radio y
televisión, cine, revistas ilustradas, acontecimientos deportivos, conciertos
de rock, festivales, etc. Hay una gran diversidad de productos para escapar a
las presiones y angustias de la vida cotidiana, para intentar satisfacer las
esperanzas y los deseos secretos.
Esta explotación interesada de las
necesidades humanas de entretenimiento, asueto y relajación cumple también una
función importante: distraer de la
realidad a las grandes masas, lo cual debe entenderse también dentro del
marco de la manipulación ideológica y la
formación de la mentalidad sumisa.
No obstante, está muy arraigado el
mito de que la diversión y el asueto son neutrales, carecen de puntos de vista
interesados y existen al margen de los demás procesos sociales. Al fin y al
cabo, ¿qué puede haber de malo en que seleccionemos el programa que más nos
plazca, el lugar de veraneo que nos permita el bolsillo, o los videojuegos con
que se entretienen nuestros hijos, y de paso nos ahorran la molestia de
aguantarlos y responder a sus preguntas?
Si echamos un vistazo superficial a
los contenidos no tardaremos mucho en descubrir el negocio de la violencia que
se utiliza en transmitir la ilusión del oeste salvaje en los filmes de
vaqueros, por ejemplo. Un “oeste” que desapareció ya para 1875, pero del que
todavía se alimenta la fábrica de sueños de Hollywood, o el negocio del horror,
del sexo, la pornografía, la chismografía de las revistas del corazón, o las
supuestas tertulias de las sobremesas. Hasta la guerra y la muerte se
convierten en diversión. ¿Quién se detiene a pensar que la voladura de puentes
y edificios, los choques de trenes, los saltos desde un décimo piso, los vuelos
supersónicos de Supermán, etc., equivalen a una burla de la estética? Hoy se
compra hasta a los “públicos” asistentes a esas sobremesas, concursos y juegos…
La cultura popular ya no está hecha por el pueblo. Como dice Herbert
Schiller, “la trama de la cultura
popular que relaciona entre sí los elementos de la existencia y que plasma la
conciencia general de lo que es, lo que es importante, lo que es correcto, y lo
que está recíprocamente relacionado, se ha convertido, primordialmente, en un
producto manufacturado”. Esta cultura, que se puede designar perfectamente
como “cultura de medios”, impregna la
mentalidad y contribuye decisivamente a la formación de la opinión de la
mayoría, puesto que esta no tiene a su disposición otra fuente de información.
La UNESCO estima que hoy día el 85%
de los servicios culturales del mundo está vehiculado por la vía de los medios
de masas, especialmente de la televisión. Sus contenidos y programas
proporcionan claves a las audiencias acerca de la jerarquía de valores de
nuestra sociedad: cómo hay que comportarse para conseguir el éxito y la
felicidad, cómo hay que educar a los hijos, cómo hay que hacer el amor con la
pareja, etc. Estos materiales educan y adoctrinan, estimulan la ambición y el
lucro personales, y propagan la idea de que la naturaleza humana es inmutable.
Niegan la viabilidad de otras formas de organizar la vida y la coexistencia
humanas.
El éxito de la industria del
entretenimiento descansa en las expectativas del público. El espectador espera
del televisor placer, diversión, desahogo de las tensiones, lo mismo que de la
lavadora espera una colada limpia, y de la nevera alimentos frescos; por otro
lado están las necesidades reales de esparcimiento de las grandes masas de la
población, necesidades que aún no han sido precisadas, y que cualquier programa
político emancipador debería tener muy en cuenta.
- Vicente Romano (Comunicólogo, España)
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