Joan Argemí (Ludólogo e investigador catalán, España)
La ortodoxia occidental, con su funcionalismo grosero, siempre se ha mostrado suspicaz respecto a las manifestaciones culturales que aparentemente no tienen sentido. Artes como la pintura y la literatura, por mencionar sólo algún ejemplo, se enfrentaron a una lucha épica durante toda la Edad Media para sustraerse del contexto religioso, el único que les daba sentido, y por lo tanto, eran peligrosas. La literatura, la más antigua de las artes y la más desarrollada en toda la tradición clásica del mundo antiguo, era intensamente controlada, ya que los escasísimos ejemplares que podían producirse de cada obra estaban en poder de las órdenes religiosas, pues en ellas se encontraba la mayoría de los copistas. El acceso a la lectura era un privilegio reservado únicamente a las jerarquías, sobre todo a las religiosas.
A la pintura, que no tenía una gran tradición clásica, le fue especialmente necesaria una finalidad religiosa para desarrollarse. La idea de pintar por pintar, para ilustrar la realidad, era inconcebible. No; la pintura tenía que referirse siempre, directa o indirectamente, a temas religiosos. Si no, no tenía sentido. Y esa situación, recordémoslo, a pesar del “Nacimiento de Venus” de Botticelli, duró como mínimo hasta el siglo XVII. En este sentido, el juego no ha salido nunca muy bien parado. Y de hecho siempre ha sido poco valorado, por no decir despreciado.
Lo que molesta es su gratuidad. Y molesta porque el aparente “sin sentido” inquieta. Inquieta a una cultura que ha segregado unos sistemas de conocimientos muy funcionales, y por lo tanto poco adecuados para comprender manifestaciones gratuitas. Manifestaciones con una elevada dosis de liberación funcional. Manifestaciones, sin embargo, evidentes en todas las culturas. Y es que el juego contiene -o mejor dicho, resume- una serie de potencialidades arraigadas directamente en el esquema evolutivo de la naturaleza. El juego es un punto común en la naturaleza evolutiva de los seres vivos.
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