Pedro Fulleda Bandera (Coordinador Metodología FLEDO)
Tal vez hoy,
como nunca antes a lo largo de su historia, el hombre incorpora a su quehacer
cotidiano la preocupación, y la ocupación, por la Ecología.
Desde el
surgimiento mismo de la civilización, la cultura humana ha estado estrechamente
condicionada por las exigencias medioambientales. Fueron los cambios climáticos
globales que ocasionaron en el planeta los períodos de glaciación las
principales causas de las migraciones de pueblos enteros que, desde las
regiones del norte, avanzaron en hordas sobre las cálidas tierras del sur,
provocando el choque de etnias diferentes, con su secuela de guerras de
conquistas, dispersión de las razas, y transculturación.
En otras
regiones, la desertificación de grandes planicies y el agotamiento de la flora
y la fauna que les brindaban alimento, arrastraron a las primitivas tribus a
éxodos masivos en busca del “paraíso
perdido”, o de la “tierra prometida”,
de los que se hablaba en sus viejas leyendas y religiones.
El hombre en
las edades antiguas era víctima pasiva del medio ambiente, al cual debía
adaptarse para sobrevivir, reaccionando a sus inesperados cambios con la
emigración hacia regiones más favorables para sus necesidades de alimentación y
abrigo.
La respuesta
del ser humano a los cambios climáticos en sus primitivas sociedades es la
causa primera del surgimiento de la civilización. Era la etapa en que el hombre
vivía estrechamente vinculado a la naturaleza y absolutamente dependiente de
ella. Y en consecuencia, su respeto por el buen estado y conservación de su
entorno tenía una esencial razón de supervivencia.
Para los
pueblos antiguos esta dependencia se manifestaba, sobre todo, en sus religiones
arcaicas, donde los procesos de la naturaleza eran objeto de adoración divina.
El bosque, los ríos, el mar, el sorprendente y destructor fuego, las fieras
amenazadoras, la lluvia salvadora y oportuna, el firmamento, los astros, y muy
particularmente el poderoso Sol, fuente de calor y luz, eran para el hombre
colosales manifestaciones de un poder cuya magnitud y misterios no alcanzaba a
comprender, por lo que le imponían respeto y temor.
Pero el
destino de la especie humana ha estado siempre muy por encima de las
circunstancias. Tal ha sido la clave inexorable de su progreso. A través de
miles de generaciones aprendieron los hombres a aprovechar el bosque para su
alimentación y abrigo; los ríos fueron el asentamiento seguro de sus
poblaciones; el mar les permitió vencer las distancias y entrar en contacto con
otros pueblos; el fuego, cuando finalmente fue conquistado, resultó el arma
fundamental para vencer las amenazas de las fieras y sustituir al Sol en las
oscuras noches; el firmamento y sus astros les ayudaron a comprender los ciclos
por los que transita el tiempo, a predecir la sucesión de las estaciones, y a
desentrañar muchos secretos de la naturaleza. El hombre comenzó, en su
constante relación con el entorno, a hacerse gigante.
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