Tal vez hoy,
como nunca antes a lo largo de su historia, el hombre incorpora a su quehacer
cotidiano la preocupación, y la ocupación, por la Ecología.
Desde el
surgimiento mismo de la civilización, la cultura humana ha estado estrechamente
condicionada por las exigencias medioambientales. Fueron los cambios climáticos
globales que ocasionaron en el planeta los períodos de glaciación las
principales causas de las migraciones de pueblos enteros que, desde las
regiones del norte, avanzaron en hordas sobre las cálidas tierras del sur,
provocando el choque de etnias diferentes, con su secuela de guerras de
conquistas, dispersión de las razas, y transculturación.
En otras
regiones, la desertificación de grandes planicies y el agotamiento de la flora
y la fauna que les brindaban alimento, arrastraron a las primitivas tribus a
éxodos masivos en busca del “paraíso
perdido”, o de la “tierra prometida”,
de los que se hablaba en sus viejas leyendas y religiones.
El hombre en
las edades antiguas era víctima pasiva del medio ambiente, al cual debía
adaptarse para sobrevivir, reaccionando a sus inesperados cambios con la
emigración hacia regiones más favorables para sus necesidades de alimentación y
abrigo.
La respuesta
del ser humano a los cambios climáticos en sus primitivas sociedades es la
causa primera del surgimiento de la civilización. Era la etapa en que el hombre
vivía estrechamente vinculado a la naturaleza y absolutamente dependiente de
ella. Y en consecuencia, su respeto por el buen estado y conservación de su
entorno tenía una esencial razón de supervivencia.
Para los
pueblos antiguos esta dependencia se manifestaba, sobre todo, en sus religiones
arcaicas, donde los procesos de la naturaleza eran objeto de adoración divina.
El bosque, los ríos, el mar, el sorprendente y destructor fuego, las fieras
amenazadoras, la lluvia salvadora y oportuna, el firmamento, los astros, y muy
particularmente el poderoso Sol, fuente de calor y luz, eran para el hombre
colosales manifestaciones de un poder cuya magnitud y misterios no alcanzaba a
comprender, por lo que le imponían respeto y temor.
Pero el
destino de la especie humana ha estado siempre muy por encima de las
circunstancias. Tal ha sido la clave inexorable de su progreso. A través de
miles de generaciones aprendieron los hombres a aprovechar el bosque para su
alimentación y abrigo; los ríos fueron el asentamiento seguro de sus
poblaciones; el mar les permitió vencer las distancias y entrar en contacto con
otros pueblos; el fuego, cuando finalmente fue conquistado, resultó el arma
fundamental para vencer las amenazas de las fieras y sustituir al Sol en las
oscuras noches; el firmamento y sus astros les ayudaron a comprender los ciclos
por los que transita el tiempo, a predecir la sucesión de las estaciones, y a
desentrañar muchos secretos de la naturaleza. El hombre comenzó, en su
constante relación con el entorno, a hacerse gigante.
La Revolución Neolítica de hace 7 mil años
fue la piedra angular de la civilización humana. El hombre comprendió que podía
cultivar a voluntad las plantas, aprendió a trabajar la tierra y a obtener de
ella el alimento necesario. Ya no tendría más que deambular por los campos y
bosques, recolectando el fruto de los árboles y obligado a emigrar cuando estos
se agotaran. La agricultura marcó el
inicio de las poblaciones, de las primitivas ciudades en las que la sociedad
humana alcanzaría, a la postre, su mayoría de edad. Con la agricultura llegó también la ganadería,
y el hombre comenzó a ejercer definitivamente su poder no sólo sobre la flora,
sino además sobre la fauna del planeta. Desde entonces, su relación con el
medio ambiente cambió: de un plano de subordinación y temor pasó a otro, de
transformación y dominio.
Como quien desea
vengarse por milenios en la oscuridad bajo la amenaza de una naturaleza
desconocida, el hombre en la medida en que fue descubriéndola se empeñó en
transformarla en su víctima. Y así, su antigua y mística relación con el
entorno, que dio origen a hermosas leyendas de duendes y hadas en bosques
encantados, fue reemplazada por el desmedido afán por dominarlo desde una
modernidad avasalladora, donde no hay secreto que no pueda, algún día, ser
descubierto, ni meta que no se pueda alcanzar, gracias a las ciencias.
Sencillamente, el hombre se separó de sus raíces y convirtió en esclava a la “tierra madre”.
Olvidó que en
su existencia rige una tríada que no se puede separar, porque cada parte es
fuente y destino de la otra: el
Universo, la Vida y la Sociedad, como expresión de lo cósmico, de la
biodiversidad, de lo humano…
Desde los
tiempos antiguos los grandes pensadores de la Humanidad resumieron en símbolos
los conceptos y conocimientos cosmogónicos que pretendieron transmitir a las
generaciones venideras. Uno de tales símbolos, de mayor significación y
vigencia, es el triángulo, al que las
grandes civilizaciones arcaicas, tanto en África, en Asia como en América, dieron forma
pétrea en las colosales pirámides de muy diverso tipo con que adornaron sus
respectivas geografías.
Las pirámides son expresión de la tríada Universo-vida-sociedad que resume
la indispensable armonía entre todo lo existente, como única forma para
conservar la estabilidad de la naturaleza mediante el respeto a sus leyes
generales. Pueden considerarse, de hecho, los más antiguos tratados sobre Ecología.
La base en que
se apoya la pirámide representa al Universo, dimensión cósmica de la
naturaleza, origen y continente de toda la materia existente, en su
multiplicidad de manifestaciones. Uno de sus lados simboliza la vida, que una vez surgida y generalizada
en toda su infinita diversidad agregó al Universo
de las cosas materiales la presencia extraordinaria de la espiritualidad, de la
conciencia humana como la máxima expresión del aliento vital de la naturaleza.
El tercer lado expresa a la sociedad
de los hombres, como consecuencia del accionar de dicha conciencia humana y
resultado que cierra finalmente el ciclo existencial: el Universo conduce a la vida y esta a la sociedad, que finalmente ha
de retornar al Universo.
Esta
representación cosmogónica tiene un significado que va mucho más allá de lo
puramente simbólico. Por causas que las ortodoxas ciencias occidentales aún no
han podido desentrañar, pero que los místicos orientales ya conocían y
aplicaban desde antaño, el triángulo
es elemento potenciador de energía. Como representación de la tríada Universo-vida-sociedad, el triángulo
contiene en sí mismo todo el poder de la naturaleza en equilibrio.
La energía es el poder de la naturaleza.
Todo cuanto existe está sometido al accionar de la energía universal. Ella se expresa en los campos de fuerza que,
desde las mismas entrañas atómicas de la materia, fueron las causas primigenias
del cosmos en la Gran Explosión, o “Big Bang”, hace 15 mil millones de años,
y que finalmente conducirán a su colapso bajo la acción gravitacional de los
agujeros negros.
Los astros, el
Universo todo como componente de la
tríada cósmica, son piezas exactas del grandioso mecanismo que la energía
controla mediante las inflexibles leyes de la naturaleza. Correspondió al
inglés Isaac Newton descubrir tales
leyes de la gravitación universal, o mecánica celeste, como le llamó. Más
tarde, el alemán Albert Einstein,
con su revolucionaria teoría de la
relatividad, demostró que tras la aparente sencillez de esa mecánica se
oculta una incalculable diversidad de alternativas, que aún escapan a la
comprensión de los seres humanos.
La vida, tanto en nuestro planeta como
fuera de él, es consecuencia de la energía
universal, al activar los complejísimos procesos bioquímicos del
metabolismo desde partículas y agregados moleculares en condiciones
medioambientales óptimas. Los seres vivos –vegetales y animales- reciben dicha
energía vital de diversos modos, originando una inabarcable biodiversidad que
tiene como denominador común la existencia de una relación permanente de causa
y efecto, que es el fundamento de los ecosistemas.
En cuanto a la
sociedad, que resulta el único
elemento artificial de la tríada, se
desarrolla justamente como consecuencia del empeño del hombre, como cumbre de
la biodiversidad, por acceder a la energía
mediante métodos no absolutamente dependientes de las fuerzas naturales. Este
afán, que a la postre resultó contradictorio, marcó el divorcio entre el ser
humano y la naturaleza, y la ruptura del triángulo
Universo-vida-sociedad, que caracteriza a nuestros tiempos.
El ser humano
se encuentra en la cumbre de la biodiversidad, lo cual significa que también lo
está en los ecosistemas que configuran la apropiación de energía en las
condiciones medioambientales de nuestro planeta.
La apropiación
y el empleo de energía por parte de los seres vivos está encaminada a la
satisfacción de sus necesidades vitales, que son principalmente dos: las necesidades de subsistencia y las necesidades de desarrollo. Las primeras
tienen que ver con el mantenimiento de la vida individual, mediante las
acciones de alimentación, defensa, etc. Las segundas determinan sobre todo la
preservación y el mejoramiento genético de cada especie, mediante las acciones
evolutivas y reproductivas de una a otra generación de individuos.
Con excepción
del hombre, todas las acciones de las especies vegetales y animales encaminadas
a la satisfacción de ambos tipos de necesidades tienen un carácter
absolutamente material, conformándose de tal modo las relaciones de causa y efecto en los ecosistemas, como son, por
ejemplo, las cadenas alimentarias.
Es sabido que
sólo los vegetales están naturalmente dotados para apropiarse directamente de
la energía del Sol, mediante el proceso de la fotosíntesis. Las especies
animales que comen vegetales obtienen de tal modo esa energía vital, y a su vez
la transfieren a las especies animales carnívoras, al servirles de alimento.
Así, las afectaciones al mundo vegetal, por fenómenos de sequía,
desertificación, incendios o inundaciones, no sólo afectan a los animales
vegetarianos, sino además a los carnívoros, alterando todo el ecosistema a
través de fallas en las cadenas alimentarias.
Para no
depender en lo absoluto de semejante relación
de causa y efecto, y estar cada vez más al margen de los riesgos que
provocan las alteraciones en los ecosistemas, el hombre aprendió, a lo largo de
su existencia como especie inteligente, a desarrollar procedimientos
controlables destinados a la apropiación de energía.
Este afán es justamente el que marcó el inicio de la civilización, en una
relación constante de los seres humanos con su entorno.
El hombre, por
su condición omnívora –que se alimenta de todo, o de casi todo- puede
intervenir en las cadenas alimentarias en cualquiera de sus tres eslabones:
consumiendo animales carnívoros, animales vegetarianos, o directamente los
vegetales. Es evidente que mientras más próximo esté al eslabón inicial mayor
será la calidad del abastecimiento energético que reciba, pues parte de la
energía contenida en cada presa ha de ser consumida por ella para su propia
subsistencia, reduciéndose lo que transfiere a su depredador.
La agricultura y la ganadería, que marcaron la Revolución
Neolítica, al propiciar a los seres humanos el abastecimiento energético
mediante los vegetales y los animales herbívoros, no sólo aseguraron fuentes de
energía de una mayor calidad que la obtenida exclusivamente con la caza y la
recolección, sino sobre todo mucho más segura y estable, por la aplicación de
procedimientos que permitían la sistematicidad de las cosechas y la cría de
animales en asentamientos poblacionales que fueron la base de sus centros
culturales. Esto es, se produjeron avances sustanciales tanto en la
satisfacción de las necesidades de
subsistencia como en las de
desarrollo de la especie humana.
El periodista
y futurólogo norteamericano Alvin
Toffler designó este momento en la historia de la Humanidad como la “primera ola” de la civilización. La Revolución Industrial iniciada en la
Inglaterra del siglo XIX constituye, según este autor, la “segunda ola”, en tanto que la denominada “tercera ola” corresponde a la actual Revolución Electrónica, que rige el desarrollo científico hacia los
siglos venideros.
Lo que ha
caracterizado el empeño de la Humanidad durante estos grandes períodos
históricos de desarrollo es la búsqueda de fuentes de energía cada vez más
poderosas, eficaces y estables. Así, de la fuerza animal que caracterizó a la primera ola se pasó a la máquina de
vapor y los motores de combustión interna, consumidores de petróleo, en la
segunda, y finalmente a la electricidad y al poder del átomo.
Mientras el
mundo occidental siguió, de tal modo, el camino de la tecnología, en
ancestrales civilizaciones originarias el curso fue dirigido a encontrar las
vías para acceder a la energía
directamente desde su fuente primaria: el Universo.
Para las
civilizaciones ancestrales –los pueblos originarios en varios continentes- la
verdadera misión del hombre es conservar indestructiblemente su enlace con la
naturaleza, y por eso han enfatizado secularmente en los dos elementos
naturales de la tríada: el Universo y la
vida, mucho más que en el único artificial: la sociedad.
Mientras las
sociedades capitalistas occidentales desarrollaron enfebrecidamente sistemas
tecnológicos que dieran a los hombres los recursos artificiales para dominar la
naturaleza, los pueblos originarios en muchos puntos de Asia, América, África y
Oceanía se han dedicado a conocer la esencia vital del ser humano, la
trascendencia de su posición como cumbre de la biodiversidad planetaria, y los
mecanismos naturales que le enlazan con todo el Universo.
Hábitos
alimentarios principalmente vegetarianos, para obtener la energía en el eslabón más próximo a su fuente, una práctica social
basada en el respeto a todas las formas de vida vegetal y animal, así como a
los procesos planetarios, una medicina tradicional que emplea como recurso
preventivo y curativo la armonía funcional del organismo humano con las
poderosas y siempre presentes fuerzas de la energía universal, son los
principales resultados de esta forma de vivir en estrecha relación con la
naturaleza.
Por el
contrario, una sociedad occidental basada principalmente en el desarrollo
tecnológico y el consumismo rompe sus vínculos con la naturaleza mediante la
negación del derecho a la vida de las demás especies vegetales y animales,
agrede al planeta sistemáticamente con una explotación irracional de sus
recursos y la violación de sus procesos vitales, y termina por convertir al
propio hombre en un ser enfermizo y dependiente de medicamentos artificiales
para calmar sus males, en una víctima del stress, la violencia y la
contaminación. El triángulo cósmico
es quebrado en los enlaces de la sociedad
con la vida y con el Universo, y la valiosa energía universal contenida en su
interior se desperdicia sin remedio. Tal es el panorama actual del mundo en que
vivimos, pues fatalmente para la Humanidad el modelo occidental se impuso al de
los pueblos originarios a escala planetaria, sobre todo con el capitalismo
deshumanizante y salvaje.
Cada vez más
el ser humano es consciente de esa realidad, y sobre todo se convence de que en
ella está en juego su propia existencia. Si la tríada Universo-vida-sociedad es inseparable porque cada parte es
fuente de la otra, la ruptura de sus nexos determinaría el fin del equilibrio
en la naturaleza, el caos que conduciría a una catástrofe de enormes
consecuencias, cuyas primeras manifestaciones a escala planetaria ya son
evidentes.
Hoy
desaparecen cada día decenas de especies vegetales y animales al ser agredidos
sus ecosistemas, la explotación irracional de las riquezas naturales del
planeta deja en él huellas imborrables, la sequía y la desertificación condenan
al hambre a millones de seres humanos en las naciones subdesarrolladas, el
agujero en la capa de ozono puede provocar la extinción de la vida por la
acción de los rayos cósmicos, el efecto invernadero que ocasionan los gases
industriales y otros factores contaminantes aumenta la temperatura planetaria
con la consiguiente elevación del nivel de los océanos y los bruscos cambios en
el comportamiento atmosférico y climático.
Como un animal
herido, el planeta reacciona a la agresión y sacude su piel con violencia,
pretendiendo arrojar fuera de sí a los molestos parásitos en que nos hemos
convertido los seres humanos: terremotos, volcanes, huracanes, y otros
fenómenos extraordinarios forman parte de ese enfrentamiento sin sentido entre
el hombre y la naturaleza, en el cual solamente podrá haber un perdedor…
Todos somos
pasajeros en esta nave llamada Tierra,
que recorre el espacio cósmico sin más asidero que las leyes naturales, y de
cuya estabilidad depende nuestra supervivencia. Agrediéndola con su afán
consumista y dominador el hombre es como el marino que agujerea su propio bote
en medio de una tormenta.
Quienes son
conscientes de ello, y aún se empeñan en el desastre por no renunciar a un
aparente bienestar basado en el consumismo, confían en que este llegará con la
lentitud de los procesos planetarios, y esperan que no les afecte durante sus
vidas. Semejante actitud egoísta ignora que somos herederos de un tesoro que
estamos obligados a transferir a nuestros hijos. La conciencia ecológica que debe caracterizar a cada generación
apunta, sobre todo, a los bienes que ha de transferir a las venideras. Un árbol
que se destruya hoy será un bosque por el que no podrán pasear nuestros
descendientes mañana.
La Ecología es la parte de la Biología que estudia las
inter-relaciones que existen entre los organismos y el medio en que viven. Los
seres vivos no se hallan aislados, sino que forman parte de un ambiente que los
condiciona y el que a la vez se ve influido por los organismos que moran en él.
El término Ecología fue introducido en 1870 por el
biólogo alemán Ernest Heinrich Haeckel,
quien vivió entre 1834 y 1919, y fue un fiel partidario y divulgador de la
teoría evolucionista de Charles Darwin.
Expuso una teoría en la que naturaleza y cultura se interpretan como fenómenos
de una misma realidad sujeta al proceso de evolución.
Según su
teoría, entre organismos y medios existen dos tipos de relaciones: las
determinadas por factores abióticos o inorgánicos, como la temperatura, la luz,
la humedad, etc., y aquellos otros que dependen exclusivamente de los seres
vivos, como el género de alimentación y desechos, nidificación, construcciones,
destrucciones, etc. Las comunidades o grupos de organismos forman la biocenosis, y el medio ambiente
inorgánico constituye el ecosistema, o
sistema ecológico.
El ecosistema es la unidad básica en los
estudios ecológicos, porque sus elementos están relacionados entre sí,
constituyendo un todo. Un bosque, tipo de ecosistema,
no es únicamente una agrupación de árboles, puesto que el suelo se halla
cubierto de hierbas y arbustos, en él viven insectos, reptiles, aves y
mamíferos, y en él se encuentran restos de animales y vegetales en
descomposición, que modifican el carácter químico de la tierra.
El tipo de
árboles determina la clase de hierba y arbustos, como lo demuestra el hecho de
que estos son completamente distintos en un bosque con árboles de hojas
perennes o en otros de hojas caducas, lo cual además determina una variación en
las especies animales que integran dichos ecosistemas.
Pero existen,
además, los factores abióticos. El
clima y las características físicas y químicas del suelo determinan el tipo de
vegetación y, a su vez, esta influye sobre el suelo, modificándolo y actuando
finalmente sobre el clima. La germinación de las semillas está determinada por
la humedad del suelo, que depende de su naturaleza, permeabilidad, y cantidad
de lluvia, todo lo cual viene condicionado, en parte, por el estrato arbóreo,
ya que dentro del bosque hay un microclima distinto, pero influido por el clima
general de la región.
Los seres
vivos que habitan el bosque han encontrado allí las condiciones para su vida y
reproducción, para la satisfacción de sus necesidades de subsistencia y de
desarrollo. Es decir, para la conservación del individuo y de la especie.
Dentro del bosque podemos distinguir ecosistemas
menores: una pequeña charca, un riachuelo, incluso un tronco podrido.
Los límites
entre los ecosistemas son más o menos
precisos, pero muchos animales pueden pasar de uno a otro. Una rana arborícola,
por ejemplo, vive en el bosque, en las ramas de los árboles, pero va hacia la
charca para reproducirse.
A su vez, se
puede considerar al bosque como formando parte del gran ecosistema terrestre, que junto al acuático ocupa la mayor parte
del planeta en que habitamos. Toda la biosfera es, pues, un gigantesco ecosistema. Difícilmente podrá
encontrarse un solo lugar en la superficie de la Tierra que no pueda ser
colonizado por algún organismo vegetal o animal, formando parte de un ecosistema.
La biosfera es una delgada capa de nuestro
planeta. En tierra firme se extiende por debajo de la superficie del suelo sólo
hasta donde llegan las raíces más profundas de los árboles. En el mar, aunque
se ha comprobado la existencia de seres vivos hasta más de 9 kilómetros de
profundidad, en el fondo de los océanos, casi todos los organismos viven a
menos de 150 metros de la superficie de las aguas. El límite superior de la biosfera se eleva hasta la copa de los
árboles más altos, pues, aunque algunos insectos y aves pueden volar a varios
kilómetros de altura, tienen siempre que descender para anidar o descansar.
La biosfera es, sobre todo, el gran
escenario de los ecosistemas en la
lucha por la apropiación de la energía.
Cualquiera que sea el ecosistema
(bosque, campo, desierto, estanque…), se distinguen allí unos factores
universales y generales, entre los que se destacan la materia y la energía.
La principal
fuente de energía la constituye la
luz solar. Las plantas verdes y algunas bacterias son capaces de captar esta
energía y “almacenarla”, transformándola en compuestos químicos orgánicos.
Estos seres que pueden sintetizar elementos nutricionales a partir de la luz
del Sol se denominan autótrofos.
Un alga verde,
una planta herbácea o un árbol absorben agua y sales minerales gracias a sus
raíces, y anhídrido carbónico por las hojas. Mediante el proceso llamado función clorofílica estos vegetales
sintetizan sustancias orgánicas como el almidón y las proteínas, que incorporan
a su propio organismo, y al mismo tiempo desprenden oxígeno. Estas plantas se
denominan productoras. Sin ellas no
sería posible la vida de los restantes seres, que se denominan heterótrofos, porque para alimentarse
necesitan absorber materia vegetal o animal.
Los animales herbívoros son los consumidores primarios, ya que se
alimentan directamente de los productores.
Los animales carnívoros son los consumidores secundarios, porque
obtienen su energía, en forma de moléculas orgánicas, a partir de consumidores primarios. Algunos ecosistemas tienen, además, consumidores terciarios y hasta cuaternarios, que se alimentan, por
ejemplo, de otros carnívoros.
Así, en un
bosque los vegetales son productores,
los insectos se alimentan de hojas (consumidores
primarios), los lagartos (consumidores
secundarios) se comen a los insectos, los pájaros (consumidores terciarios) se alimentan con los lagartos, y los
gavilanes (consumidores cuaternarios)
viven a costa de las demás aves.
En una sabana
africana la energía fijada por la fotosíntesis en las gramíneas, como
productoras, es incorporada por los herbívoros (antílopes, cebras…), consumidores primarios que, a su vez,
son devorados por los carnívoros (leones y otras fieras), como consumidores secundarios. Finalmente,
las aves de rapiña, que se alimentan de los leones muertos, son en este caso consumidores terciarios.
Plantas,
herbívoros y carnívoros representan tres o más niveles de alimentación entre
los que existen relaciones de dependencia. Para designar dichas relaciones
suele hablarse de cadenas de alimentación,
aunque es mucho más adecuado emplear el término de red de alimentación, pues tal relación de dependencia no presenta
una misma manifestación consecutiva e invariable como eslabones de una cadena,
sino que se caracteriza por una enorme diversidad, con una gran cantidad de
enlaces, como los de una red.
Un escarabajo,
por ejemplo, puede alimentarse de una gran variedad de plantas. A partir de él
no sólo se nutren otros insectos carnívoros, sino también muchos pájaros, y
cualquiera de estos, a su vez, tiene un gran número de depredadores. Los
buitres no sólo comen cadáveres de leones, sino sobre todo restos de
herbívoros. Y finalmente existen los omnívoros que, como el hombre, son capaces
de tomar energía en varios niveles:
de vegetales, de herbívoros y de carnívoros.
Es importante
señalar que el flujo de energía es
unidireccional, pero no cíclico, por lo que en cada transferencia a lo largo de
una cadena se producen pérdidas de energía.
De modo que se puede hablar de una pirámide
energética. Parte de esa energía
se emplea en las sucesivas incorporaciones y transmutaciones de un organismo a
otro. Y parte se degrada, en forma de calor, durante la actividad normal de
todo ser vivo. El calor es la forma
más normal de degradación de la energía,
y es el origen de todas las pérdidas energéticas en cualquier mecanismo o
proceso natural o artificial.
Paralelamente,
al considerar una cadena alimentaria,
observando las plantas y los animales que la constituyen se aprecia que todos
estos seres pueden disponerse en una pirámide
de eficiencia, en cuya base se encuentran las plantas (productores), encima
de ellas hay un número menor de herbívoros que aprovechan parte de la energía de los productores, y más arriba
hay una cantidad aún menor de carnívoros, que han utilizado parte de la energía, ya menguada, de los herbívoros.
Cuando el
hombre come pescado es el consumidor final de una cadena. Está en la cima de la
pirámide de eficiencia. En la base
están los vegetales que integran el plancton marino. Se necesitan millones de
estos micro-organismos para que el hombre pueda comerse un solo pescado. ¿No
será más eficiente para el hombre alimentarse directamente del plancton marino,
y buscar la energía en la base misma
de la pirámide…?
Hay un gran
número de organismos que obtienen su energía
de modo diferente. En lugar de ingerir a otros seres vivos descomponen,
mediante fermentos, los restos orgánicos y absorben las sustancias necesarias
para su alimentación. Son los hongos, y sobre todo las bacterias. Ellos son los
descomponedores, cuya misión es
disgregar los restos y cadáveres de seres antes vivos, transformando de tal
modo la materia orgánica en inorgánica: en agua, anhídrido carbónico, amoniaco,
etc., que son compuestos sin energía
vital. Estos organismos descomponedores
se encuentran siempre al final de toda cadena
de alimentación, incluso más allá de la posición del hombre –situado en la
cúspide de la pirámide-, y pueden resultar para este elementos patógenos, o
causantes de enfermedades.
La estabilidad
y continuidad de las cadenas alimentarias,
que comienzan con los organismos
productores y terminan con los descomponedores,
exige que el equilibrio ecológico se
mantenga. El hombre, el gran destructor, puede aniquilar no sólo la cadena,
sino toda manifestación de vida vertiendo, por ejemplo, desperdicios ácidos en
el mar, eliminando el plancton y reduciéndose en consecuencia la población de
peces. De tal modo se afectará su absorción de energía, disminuyendo así su capacidad para resistir la acción de
los descomponedores, y acelerándose
los procesos patológicos que acabarán, a la postre, con su propia existencia.
El ciclo ecológico en la naturaleza
comienza cuando los seres autótrofos,
o productores, transforman la materia
mineral en orgánica, que es incorporada por los heterótrofos, o consumidores,
y finalmente se convierte de nuevo en inorgánica por los descomponedores. De este modo se mantiene un equilibrio entre las
diversas formas de existencia de la materia.
Si se
considera el ciclo del nitrógeno se
verá que las plantas verdes absorben nitratos e incorporan el nitrógeno en
forma de proteínas, que son compuestos orgánicos ricos. Sobre los restos
proteicos actúa un gran número de bacterias, que los transforman en compuestos nitrogenados inorgánicos, amoniacales. Este proceso se denomina mineralización, y con él termina el flujo energético en la
naturaleza.
El siguiente
eslabón está a cargo de otras bacterias, las nitrificantes, que convierten el amoniaco en nitritos, y estos en
nitratos, los que son absorbidos por las raíces de las plantas verdes.
Finalmente existen otras bacterias, las desnitrificantes,
capaces de devolver el nitrógeno a la atmósfera.
Como se
aprecia, existe una estrecha relación causal entre los componentes de cada
ciclo de la materia en la naturaleza, de forma que durante el proceso siempre
se retorne al punto de partida, lo cual garantiza la perdurabilidad y
renovación de los componentes naturales en condiciones de equilibrio ecológico. En semejante modo de comportamiento de la
materia se libera la energía, tomada
primariamente del Sol, y por consiguiente de origen cósmico, y ella incide de
diversos modos sobre los diferentes eslabones inorgánicos y orgánicos que
conforman los ecosistemas, asegurando
su existencia.
Al analizar
estos ciclos de la materia en la naturaleza pueden ser considerados muchos
otros ejemplos, como el del azufre, del carbono, del oxígeno, etc. Algunos
elementos químicos pueden quedar inmovilizados durante millones de años. Por
ejemplo, el carbono en forma del carbón que yace en las entrañas de la tierra,
el calcio en las conchas de los moluscos fósiles, etc.
La acción del
hombre puede modificar y alterar estos ciclos de la materia en la naturaleza.
Por ejemplo, el del fósforo se halla actualmente trastornado por las cantidades
de abono y productos químicos fosforados que son arrastrados por las aguas
hasta los fondos oceánicos, sin que los procesos de recuperación tengan tiempo
para modificar este peligroso desequilibrio. Uno de los peligros más graves
relacionados con este tema es la muerte del mar Mediterráneo, del que
desaparecerá toda la vida si continúa el vertimiento de productos nocivos en
sus aguas, con muy escasas posibilidades de renovación debido a su limitada
comunicación con el océano mundial.
Los ciclos de
la materia en la naturaleza son expresión de una inviolable relación dinámica
entre los componentes de los ecosistemas.
Al estudiar un bosque como ecosistema
hay que fijarse en qué especies vegetales y animales lo forman, qué condiciones
físico-químicas hay en esa área determinada, y qué relaciones se dan en los
seres vivos entre sí y con el ambiente.
Es posible
hacerse entonces un grupo de preguntas: ¿ese ecosistema está en perfecto equilibrio… cómo ha llegado a él…
existen cambios paulatinos en las diversas comunidades de animales y vegetales
que lo forman…?
Cada comunidad
es resultado de un proceso histórico. La semilla de un árbol sólo germinará si
encuentra un suelo profundo y adecuado, y no lo hará en una roca desnuda. Pero
al cabo de miles de años ese lugar puede convertirse en un bosque. Muy
lentamente la roca se verá invadida por vegetales como algas y líquenes, y más
tarde por musgos.
La presencia
de factores ambientales (como la lluvia, las oscilaciones de temperatura, y la
acción de los vegetales) va formando sobre la roca una capa de partículas
minerales procedentes de la roca madre, junto con restos orgánicos. Se trata de
la formación del suelo.
A medida que
el suelo aumenta en grosor pueden instalarse en él hierbas, arbustos, y
finalmente árboles. Si la cobertura vegetal adquiere mayor importancia se van
modificando las condiciones abióticas.
Así, los cambios de temperatura se hacen menos intensos y el suelo es capaz de
retener más humedad. Paralelamente a este proceso se van incorporando bacterias
y animales, que en un principio son siempre herbívoros.
La formación
de un bosque puede durar miles de años. Si durante ese tiempo se fuesen
conformando listas periódicas de las especies que viven en el lugar se
observaría un constante cambio. Desde el pequeño número de especies que habitan
en la roca hasta que se forma el bosque, en cada etapa se descubriría una
comunidad diferente.
Al proceso por
el que se pasa de una comunidad a otra se le da el nombre de sucesión. Llega un momento en que se
alcanza un límite final de la sucesión,
un estado de equilibrio en que las proporciones de las especies se mantienen
constantes a lo largo de mucho tiempo, y los elementos nutritivos se van
reciclando. Se ha llegado entonces al clímax, o comunidad madura, compuesta por
gran número de especies y con características de estabilidad.
Puede
observarse una sucesión vegetal y animal
en un bosque recién cortado. En un principio existe una fuerte competencia de
las diversas plantas para acaparar espacio vital, luz y agua. Unas especies
prosperarán y otras morirán. Incluso varios competidores procedentes de los
campos próximos conseguirán establecerse, ya que los primeros pobladores no
suelen ser plantas de bosques, sino herbáceas de crecimiento rápido, que
resisten la insolación directa. Posteriormente predominarán plantas de mayor tamaño
y algunas pequeñas hierbas de sombra, que consiguen sobrevivir bajo las
mayores.
Estos cambios
ejercen una influencia considerable sobre las comunidades animales,
favoreciendo a unas especies y perjudicando a otras. Algunos herbívoros,
gracias a su dieta variada, son capaces de adaptarse a las nuevas condiciones
que resultan de la sucesión de
plantas, mientras que otros son incapaces de hacerlo. Las nuevas condiciones
pueden, a la vez, favorecer la llegada de nuevos colonizadores.
La formación
del bosque a partir de la roca madre es una sucesión
primaria. Después de la tala se produce una sucesión secundaria, que no repite necesariamente la misma serie de
acontecimientos que se dio en la primaria.
Cuanto más organizado y complejo sea un ecosistema,
más relaciones existirán, las posibilidades de regulación serán mayores, y
aumentará la estabilidad frente a la fluctuación de factores externos.
Es posible
medir el grado de organización de un ecosistema.
Un estado primario consiste en observar la diversidad. La máxima diversidad
aparecerá cuando cada organismo integrante del ecosistema sea de una especie diferente. La mínima se mostrará en
el caso de que todos los organismos fueran de la misma especie. Estos dos
extremos no se presentan en condiciones naturales, pero hay muchos grados
intermedios.
Seguidamente
hay que estudiar las relaciones entre los seres y su grado de estabilidad.
Cuanto más organizado esté un sistema, más estable es. En general, la gran
diversidad de especies favorece los lazos que se pueden trazar entre ellas. La biodiversidad en los ecosistemas es
expresión de la dinámica de la naturaleza,
a través de las relaciones de causa y
efecto que se establecen entre las especies para la satisfacción de sus necesidades de subsistencia y de desarrollo.
Se conoce como
población al conjunto de seres de una
misma especie, que habitan en un determinado lugar. El tamaño de una población vegetal o animal –es decir, el
número de individuos que la constituye- está influido por dos series de
factores opuestos: por una parte los que tienden a aumentarla (como la
reproducción y la inmigración), y por otra los que tienden a disminuirla (como
la mortalidad y la emigración).
El potencial reproductor es muy grande en
la mayoría de los seres vivos. Una sola pareja de gorriones en 10 años puede
producir una descendencia de varios miles de millones. Una pareja de moscas
domésticas puede producir 6 billones de descendientes en un año. Pero, frente a
la capacidad de reproducirse a cierto ritmo, existe la mortalidad determinada
por varios factores, entre los cuales los más importantes son el número de
depredadores y la cantidad de alimentos disponible, la cual depende –para una
especie- de la cantidad absoluta de individuos y del número de competidores que
tengan, además de los factores abióticos, como los cambios climáticos.
En líneas
generales, cuantas más posibilidades de mortalidad hay en una especie
determinada, mayor es su potencial
reproductor. Una especie tiene mucho potencial
reproductor si es capaz de reproducirse varias veces al año y dar un número
elevado de descendientes cada vez. Así, la mosca doméstica pone 120 huevos, de
los cuales unos 60 son de ejemplares hembras, y en un año se producen hasta 7
generaciones.
La mortalidad viene determinada por
múltiples factores, y se observa una gran cantidad de modelos de supervivencia.
Algunos se caracterizan por una elevada mortalidad
de huevos e individuos jóvenes, como ocurre con la mayoría de los peces,
moluscos, plantas anuales y árboles de gran producción de semillas.
Es típico en
seres muy prolíficos que las tres cuartas partes de la población muera durante
un período que corresponde con el 10 por ciento de su vida probable, o en un
lapso aún más corto. Los que logran sobrevivir, sin embargo, tienen una
esperanza de vida larga.
Otro modelo
corresponde a aquellas poblaciones que tienen una mortalidad relativamente baja hasta la edad mediana, pasada la cual
el valor de dicha mortalidad aumenta
notablemente. Muchos mamíferos, incluso el hombre, son ejemplos destacados de
este modelo, y en ellos la esperanza media de vida se acerca a su límite máximo
probable.
Por último, un
modelo intermedio es aquel en que la tasa de mortalidad es más o menos constante durante el transcurso de toda
la vida, como ocurre con las gaviotas y los celentéreos.
Cada especie
tiene un modelo típico de mortalidad
y una tasa de natalidad. En los casos estudiados suelen ser las hembras las que
tienen los índices máximos de supervivencia, lo cual puede estar relacionado con
un metabolismo más elevado, y en consecuencia una mayor necesidad de
alimentación en el caso de los machos.
Cada población
presentará una determinada tasa de
crecimiento, que será la diferencia entre el número de nacimientos y el de
muertes. En general, el crecimiento, o aumento de la cantidad de individuos en
la población, sigue una curva sigmoidal: hay un crecimiento inicial lento, al
que sigue un período en que la tasa de
crecimiento aumenta hasta llegar a un máximo, a partir del cual se mantiene
constante. Entonces se alcanza el equilibrio, debido a que la población no
puede seguir aumentando indefinidamente, principalmente debido a la falta de
alimentos, y tiende a estabilizarse en el límite de sus posibilidades
nutricionales.
Otras
poblaciones presentan curvas de crecimiento que aumentan sin cesar, hasta que
llega un momento cuando disminuyen bruscamente. Un ejemplo de esto son las
plantas anuales, que desaparecen cuando llegan las bajas temperaturas, o las
poblaciones de insectos que presentan una generación al año.
Pueden
observarse curvas de crecimiento idénticas, pero desfasadas, de una población
de animales respecto a otra. Así, una población de conejos puede ir aumentando
hasta llegar a una zona de estabilidad en la que ya no aumenta, pero tampoco
disminuye. Si se introduce en el mismo ecosistema
un depredador, como el hurón, este encuentra una gran cantidad de alimentos,
con lo que aumentaría su número al tiempo que empezará a disminuir el de los
conejos. ¿Qué pasará entonces con los hurones…? Pues, al haber menos conejos
disminuirá la población de sus depredadores, con el consiguiente aumento
posterior de la de conejos, y así sucesivamente.
Las relaciones
entre los componentes de un ecosistema
no son solamente las de presa-depredador.
Es preciso considerar además lo que ocurre en uno de los niveles tróficos, por
ejemplo, el de los herbívoros. Algunos de ellos quizás se alimenten de las
mismas plantas y son comidos por los mismos depredadores. Se dice entonces que
pertenecen al mismo nicho ecológico.
Entre estas
especies se establece una relación de competencia. Si una de ellas es más
eficaz desplazará a la otra, cuya población disminuirá en consecuencia. De ese
modo, la cantidad de especies que ocupan el mismo nicho ecológico en un lugar determinado tiende a disminuir,
destacándose una especie dominante.
Cuando
sobreviene algún accidente, ya sea natural (como un cambio climático o una
mutación, con la cual una especie en recesión se convierte en más eficaz), o
artificial (como la introducción de nuevas especies por el hombre), la especie
hasta ese instante dominante puede ser desplazada.
El ejemplo más
significativo de lo anterior es el proceso mediante el cual, como consecuencia
de los cambios climáticos globales que afectaron a todo el planeta,
desaparecieron los dinosaurios, que habían sido dominantes durante millones de
años. En consecuencia, otros animales de sangre caliente y menor tamaño –por lo
que pudieron adaptarse mejor a las nuevas condiciones- ocuparon los nichos ecológicos y comenzó la era de
los mamíferos, que se extiende hasta nuestros días con el hombre como especie
principal, la que tiene como su más peligroso competidor en su nicho ecológico… ¡al propio hombre…!
El hombre es
un animal capaz de cambiar y transformar el medio ambiente donde mora y, en
consecuencia, modificar sus propias condiciones de vida. La interferencia de la
actividad humana en el medio ambiente comenzó a convertirse peligrosa a raíz de
la Revolución Industrial.
La contaminación del medio ambiente constituye,
en nuestros días, uno de los problemas más graves que la Humanidad tiene
planteados. Los residuos químicos y orgánicos son arrojados a los ríos y mares,
el humo industrial afecta a la atmósfera, y en consecuencia aumentan las
enfermedades respiratorias y las degenerativas, como el cáncer.
Diversas
sustancias “polucionantes” son
arrojadas diariamente en enormes cantidades sobre el suelo, como pesticidas,
herbicidas, desinfectantes, insecticidas, etc., que se acumulan junto a
desechos radioactivos, más peligrosos aún. La cantidad que cae en el suelo es
en parte lavada por la lluvia y llevada hasta ríos y mares. Otra parte se
incorpora a los vegetales, siendo sucesivamente concentrada y trasladada a lo
largo de las cadenas alimentarias, hasta llegar al propio hombre, afectándole
la salud.
A medida que
aumenta el nivel trófico la
contaminación es mayor. Ciertos carnívoros poseen en su organismo una cantidad
de la sustancia química llamada DDT
-usada como insecticida- mil veces mayor que los organismos vegetales que se
encuentran en la base de la cadena alimentaria. El DDT interfiere en el metabolismo del calcio, y el hombre lo ingiere
sobre todo al consumir carne, leche y huevos.
Si bien la
contaminación es la forma de actuación más acusada y espectacular del hombre
contra sí mismo a través de su medio
ambiente, no es la única. La rotura de los equilibrios ecológicos es también muy importante. Cuando el hombre
tala un bosque está modificando el régimen de lluvias y exponiendo al suelo a
un mayor efecto erosionante. Los árboles no podrán ya amortiguar el efecto de
la lluvia, que caerá arrastrando torrencialmente las partículas de un suelo que
tardó miles de años en formarse. Al mismo tiempo que desaparece la vida vegetal
lo hace también la animal, y el lugar va convirtiéndose paulatinamente en un
desierto.
Se intenta, en
nuestros días, crear una concientización mundial respecto a los problemas
ecológicos, y se habla de la irreversibilidad de los procesos destructivos
cuando matan una zona de vida. El hombre debe comprender, de una vez por todas,
que sólo posee un planeta, y que preservarlo es la primera condición para
garantizar la propia existencia de la especie humana.
La Ecología también es, para él, una
fundamental razón de subsistencia y desarrollo…
Pedro Fulleda Bandera (Coordinador Metodología FLEDO)
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