EL JUEGO Y EL SENTIDO DE LA GRATUIDAD


El juego y el juguete, formas del afecto de la gente y del calor de las cosas, son tan necesarios al niño como el aire o el alimento. A la familia le toca atender esto; a la escuela, ayudar. Este imperativo inmediato aumenta con una obligación de más largo alcance: resulta que la práctica de los juegos infantiles es la mejor preparación (casi la única) para la acertada ocupación del tiempo libre del hombre del mañana.
Es difícil prever la sociedad del Tercer milenio, pero la escuela ha de preparar a los niños de hoy para ese momento. Al menos, podemos estar seguros de una cosa: el tiempo dedicado al ocio será cada vez mayor, y ocurre que es precisamente en ese tiempo en donde se expresa en mayor medida la autonomía de la persona... La educación, sobre todo la que proporcionan las escuelas, no puede ignorar este tiempo que pronto ocupará la mitad de la existencia humana.
En efecto, ¿para qué servirá enseñar más lenguas, dar los conocimientos necesarios para la vida utilitaria, si este cada cual es abandonado a sí mismo cuando se trata de unos lugares y de unos momentos en que descansa, se distiende, se disfruta...? Muy pronto sería víctima del azar, del capricho social que llamamos moda o pasión.
Lo dramático estará, de hecho, en esta dolorosa contradicción: el hombre, voluntariamente, emplea sus únicas posibilidades de libertad en amputársela; no sólo porque cualquier opción priva al individuo de todas las otras expresiones de la opción, sino también, y sobre todo, porque la reiteración de la opción consentida puede producir el automatismo, la relajación de la conciencia, de la voluntad; es decir: la supresión de la libre elección. 
No hay que engañarse, pues. No hay nada más difícil que este aprendizaje para el ocio. En primer lugar, ¿no hay una incompatibilidad fundamental entre las nociones de ocio y de educación, y por tanto una imposibilidad radical de definir y llevar a la práctica una educación para el tiempo libre?      
A pesar de la utopía “no directivista”, no hay educación sin coacción, sin intervención del educador, en última instancia responsable de la seguridad, de la moralidad, de la eficacia, de la utilidad de la acción. Por el contrario, no hay consentimiento ni encanto sin una elección y un ejercicio personales. El criterio de eficacia caracteriza particularmente el trabajo escolar, mientras que el juego sólo merece dicho nombre si es gratuito.
Muchas son las pruebas de esta incompatibilidad radical. Y la oposición de estos principios marca de tal forma la vida práctica de las escuelas, que basta con que se utilice un juego didáctico para que este último traicione, con mayor razón, la imagen del juego y que se afirme más como didáctico. Al contrario; la “buena clase” no admite -en general- ni la irrupción de una actividad espontánea por parte del niño, ni las manifestaciones de alborozo que suelen acompañar a tales actividades. La escuela es cerrada, de las tareas tristes y prefabricadas... Lo inesperado es sospechoso; lo insólito, condenado; la risa, subversiva y reprimida... Por eso, aparte de los ratos de camaradería y del excepcional encuentro con algún maestro de dimensiones humanas, la escuela apenas suscita en nosotros recuerdos agradables. A todos nos tentaría pasar la página hasta el último día de clases.     
El origen del juego se pierde en la noche de los tiempos. Sin duda, aunque ambos hechos hayan estado siempre estrictamente ligados, el juego y la educación han marcado a la Humanidad desde el momento en que esta escapaba de los rigurosos determinismos de la supervivencia y de la animalidad.
No obstante, si bien la historia demuestra la generalización del fenómeno “juego”, a la vez que su diversidad, se desprende más bien una impresión de contrariedad, que de relaciones establecidas, entre el juego y la educación. Todo se desarrolla en el pasado como si las organizaciones políticas y culturales, consintiendo a su pesar un espacio para el juego, quisieran librar de él a las escuelas, como “instituciones serias de preparación para la vida del adulto”.                                                 
Sin embargo, la historia y la geografía del juego están de acuerdo en reconocer que si lo educacional sigue siendo a menudo una creación del espíritu, que conduce a lo artificial, el juego resulta de la propia fibra de la condición humana. La tendencia que lo suscita es quizás más profunda -más natural- que la que ha engendrado a la educación. Hasta el punto de que cabe hablar de “funciones del juego”. La entrada del juego en los estudios de las ciencias humanas ha sido tardía. En la antigüedad los políticos no veían en él más que una forma de embrutecer o, al menos, de neutralizar a las masas. No obstante, si antiguamente el tema no parecía digno de las especulaciones de las gentes serias, a los estudiosos modernos les pareció que la extensión del fenómeno indicaba su importancia y que era posible hablar de él con seriedad.
Brevemente señalemos algunas teorías sobre el juego. Para Stanley Hall tendría una función de reviviscencia, de recuperación atávica de instintos inutilizados, de actividades ancestrales; según Karl Groos su fin sería la de complementación de unos instintos que resultan insuficientes, la de un uso por parte de la juventud para prepararse para la vida adulta jugando; según Schiller-Spencer es una función de absorción, de gasto del suplemento de energía orgánica; según F.J.J. Buytendij es una función de expresión del dinamismo infantil; según los psicoanalistas es una función catártica de liberación, de expresión de instintos, un medio para dominar una realidad tiránica hostil, para remodelarla según los profundos deseos del jugador; según los sociólogos el juego ejercería una función de adaptación al grupo, de aceptación de las condiciones sociales más accesibles, de participación en la vida del grupo.                             
Sin dudas podemos ver que cada una de estas teorías encierra una parte de la verdad: la generalización del juego en el espacio y su persistencia en el tiempo demuestran que este fenómeno mantiene algunas relaciones con las profundas y permanentes fuerzas de la especie humana durante los primeros años de existencia, antes de que se deje sentir el peso de las tradiciones, convenciones y cargas sociales.
     Además, ninguna actividad está ya tan cargada de afectividad como el juego. Puesto que se asientan más sobre la psicología global de la persona, las tesis de Jean Chateau, Henri Wallon y Jean Piaget darían cuenta mejor de la realidad de esta “ficción positiva”, que es el juego. Sin pretender   hacer de él un objeto de estudio, Piaget se encuentra frecuentemente con el juego en investigaciones sobre la formación de la personalidad infantil. El niño ha de acomodarse al juego cuando lo descubre; asimilarlo cuando lo practica. Esta es también la opinión de Henri Wallon: “En los juegos del niño siempre hay una parte de ficción. Este gusto por la ficción en sí misma no es una depravación; al contrario: es una primera etapa de la mente que remonta lo concreto y lo conduce a las figuraciones y a los símbolos por donde este lo comprenderá mejor, con miras a una acción más eficaz”.
Por sus precedentes, su funcionamiento, su naturaleza, sus expresiones, sus efectos, el juego, los juegos, son demasiado diversos para que puedan responder a una sola teoría que daría cuenta de su multitud. Ni siquiera es seguro que un simple juego (que de hecho nunca es un juego simple) pueda ser totalmente explicado por una teoría que ponga en relieve tal o cual “función”. Por lo demás, nos preguntamos si la palabra “función” es la adecuada para tal propósito. Hay en la expresión una especie de pre-orientación, de predestinación, como si el fenómeno “juego” estuviera, de algún modo, a las órdenes de la Naturaleza, o de la especie, o de la sociedad.
La finalidad del juego es el juego mismo”, escribió R. Caillois. Fundamentalmente, el juego se definiría, como dice K. Groos, por la gratuidad de la acción. Esta última no se despliega de principio a fin en beneficio de la especie humana o del grupo social. La actividad sólo tiene razón de ser lógica en su desarrollo y pertinente en su conclusión, dentro del diálogo sujeto-juego que nace y muere con esta actividad.
La espontaneidad y la “gratuidad” del juego no deben engañarnos... El juego está limitado en el tiempo y, en definitiva, los resultados son borrados. Sin embargo, como requiere la totalidad del ser, aparentemente de forma voluntaria en función de una motivación determinada, el juego tiene necesariamente unas consecuencias que varían en cada juego según la calidad y amplitud del compromiso, según los rasgos dominantes del juego considerado. Por eso, si bien evitamos hablar de las “funciones” del juego, insistiremos en sus “efectos”. Somos conscientes de que estamos alterando el orden de los fenómenos y analizando unas consecuencias más que unas causas. Por lo menos los efectos son más perceptibles y permiten juicios objetivos de simple constatación. 
Más allá de una aparente gratuidad se despliega una función hedonística que lleva al niño desde el placer exteriormente afirmado, a la felicidad íntimamente experimentada... Placer del movimiento voluntariamente ejercido, que tiende al desarrollo de todo el ser, del pleno ejercicio de sí mismo, de este modo orientado hacia el éxito final, incesantemente fortificado por las satisfacciones de los éxitos intercalados; de las superaciones dentro de la oposición y alegrías dentro del compromiso...

  • Jean Vial (Profesor e investigador, Francia)

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