Alex Comfort, quizás el sexólogo más profundo de nuestros tiempos,
dice en uno de sus libros que “el
ejercicio de la sexualidad es el deporte más difundido y más practicado por la
Humanidad en todos los tiempos”. Evidentemente, Comfort no se refiere al deporte profesional o al deporte como
espectáculo, sino al deporte como juego, al deporte “amateur”, al deporte practicado con espíritu lúdico.
Todavía hoy se
sigue definiendo el sexo o sexualidad a nivel académico y educativo como “un instinto al servicio de la reproducción
de la especie”. Definición que olvida, incomprensiblemente, que hoy es
prácticamente universal el uso de anticonceptivos y que el aborto, otro recurso
para evitar las consecuencias reproductivas de la sexualidad, se ha convertido
en el tema polémico más debatido de nuestra época, trascendiendo largamente el
ámbito teológico, donde inicialmente se planteara, para instalarse en el centro
de las discusiones políticas, económicas, demográficas e ideológicas de todo
tipo.
Nosotros, que
hemos trabajado durante más de 20 años en la promoción del uso inteligente y
oportuno de los métodos anticonceptivos, hemos sostenido y defendemos
polémicamente el significado no reproductivo o procreativo de la sexualidad
humana, sino justamente su sentido erótico, es decir, su naturaleza básicamente
recreativa. Y esto, convencidos
de que no estábamos sosteniendo una propuesta puramente personal, sino una
verdad auto-evidente apoyada en hechos tan irrefutables como el siguiente: en
nuestro propio Uruguay el promedio de hijos por pareja no llega a 2, cuando los
encuentros sexuales en 20 años de convivencia alcanzan la cifra de mil a 3 mil
coitos, lo que significa, en términos estadísticos, que mucho menos del 2 por
mil de la actividad sexual de las uruguayas y los uruguayos tiene, de hecho,
consecuencias reproductivas.
Al respecto, Alex Comfort, a quien citábamos al
principio, es terminante: el sexo sirve
en mínima medida para la reproducción, y en máxima medida para la diversión y
el amor. Naturalmente, él se refiere a los tres aspectos positivos de la
sexualidad -la reproducción, el placer y el amor- y omite el cuarto aspecto:
que sirve también, y cada día más, para la explotación, el uso y el abuso
sexuales.
Ahora bien,
nosotros vamos a rescatar en esta oportunidad, de todos estos sentidos
posibles, el significado central del sexo como diversión, del sexo como placer,
del sexo como recreación.
Pasemos ahora a
realizar iguales distingos para precisar el significado con el que vamos a
estar utilizando la palabra y el concepto de juego, que no es
menos equívoca y ambigua que la palabra sexo. Pensemos, sin más lejos, en
que la misma palabra designa cosas tan poco afines como lo son el juego
gratuito y espontáneo de los niños y niñas, los juegos de azar, o los juegos
deportivos. Tomemos el ejemplo más familiar para todos, y particularmente para
los profesionales de la educación física y la recreación: el de los juegos
deportivos.
Frente a todos
ellos se imponen algunas preguntas ilustrativas: ¿siguen teniendo el fútbol, el
básquetbol, el tennis, el ciclismo... el posible sentido lúdico con que
nacieron? La profesionalización creciente de todos los deportes, su explotación
como espectáculos de masas promovidos por poderosísimos intereses económicos,
la exaltación sistemática de fanatismos competitivos irracionales que están
desembocando en un terrorismo incontrolable, ¿permite que sigamos hablando de
estas actividades como “juegos”, como actividades “recreativas”?... Contrariamente,
las tecnologías alentadas por el profesionalismo han hecho al deporte cada vez
más elitista, reduciendo a una proporción infinitesimal el número de
participantes activos y acrecentando monstruosamente el número de espectadores
pasivos.
Pues bien, estas
breves anotaciones sobre los distintos sentidos y evoluciones que han ido
tomando el sexo y el juego nos permiten precisar la tesis fundamental de esta
presentación. La expresaríamos así: Tanto
el ejercicio de la sexualidad, como el ejercicio del juego, pierden su
significado más profundo y dejan de cumplir la función plenificante que
potencialmente los justifica, cuando dejan de vivirse como una actividad
lúdica, puramente gratuita, y pasan a convertirse en un tipo de “trabajo”, de
“obligación”, en “tarea a cumplir”, en “desempeño competitivo”.
Posiblemente el
deporte haya irremediablemente entrado en la dinámica del mercado y se haga
cada vez más difícil volver a conferirle su primitivo carácter de juego. El
tema de esta evolución, y de la pérdida de valores humanos que la misma pueda
involucrar, queda para ser ahondado por los especialistas en juegos deportivos.
Nosotros nos limitaremos hoy a tratar de profundizar en el tema de cómo una
evolución muy similar está contaminando los ámbitos del amor, del erotismo y de
la sexualidad, al convertirlos, progresivamente, en meros artículos de consumo;
cómo el “tener que” alcanzar rendimientos, metas, niveles, logros, a imagen y
semejanza de los modelos con que nos abruma la publicidad y la industria del
espectáculo, van terminando con toda posible espontaneidad, naturalidad y
frescura erótica y amorosa.
Todos los
profesionales que practicamos las terapias psicológicas o sexuales sabemos que
basta conque un “hacer” cualquiera se
convierta en un “tener que hacer”
para que la gente se aliene de sí misma y pierda su “ser”. Sólo las cosas que hacemos porque queremos hacerlas expresan
nuestro verdadero ser y lo cultivan. En cambio, cuando hacemos o dejamos de
hacer algo porque “hay que hacerlo” o
porque “no hay que hacerlo”,
sucumbimos al imperio mediocrizante del conformismo sociocultural, que nos
impone su impersonal estilo de “clisé”.
Antes, el
ejercicio del erotismo y la sexualidad era una actividad lastrada por el peso
de los prejuicios, los tabúes y las supersticiones. Pero pese a ello, y quizás
por ello, tenían en mayor o menor medida el carácter de un juego privado,
íntimo, prohibido, que más allá de los pudores y de las vergüenzas mantenía su
naturaleza de placentera picardía. No se hablaba del sexo o se lo hacía
indirectamente, pero la gente se daba maña para vivirlo, a veces muy intensa y
profundamente.
Ahora, en cambio,
se habla de sexo a toda hora y en todos los medios. Se habla quizás demasiado.
Nos abruman con información pretendidamente científica y técnica, y nos aturden
con publicidad, modas, música y espectáculos de alto voltaje erótico,
pretendidamente libre y en realidad comercialmente libertino. Ya nadie tiene
las limitaciones de antes, pero tampoco tiene la oportunidad, ni el tiempo, ni
las condiciones, para poder ir descubriendo, explorando y cultivando el mundo
encantado del amor, del erotismo y de la sexualidad, según su temperamento, su
tiempo personal, sus condiciones existenciales siempre únicas e irrepetibles,
sino que tiene que entrar atropelladamente en el atiborrado “shoping” del erotismo de consumo y
cargar, hasta que se le desborde, su carrito con todo tipo de productos
enlatados.
Y eso cada vez más
precozmente, trepando la cronología de la infancia y la adolescencia,
saltándose los escalones, transformando a las niñas de 12, 13 ó 14 años, con el
dorado señuelo de los dólares americanos, en las casi impúdicas “lolitas” aspirantes a modelos top.
Pues bien, es
justamente en función de este proceso que nos imponen los compulsivamente
reiterativos estereotipos comerciales que se consume lo que, parodiando a García Márquez en su conocida obra “El
amor en los tiempos del cólera”, podríamos intitular “El amor en los
tiempos de la neoliberal economía de mercado”.
Son varios los estudiosos de
la sexualidad humana que coinciden en observar que, a partir de la revolución
industrial, Occidente ha ido distorsionando su concepción y su ejercicio del
erotismo y la sexualidad, transformando su naturaleza de juego romántico y
gratuito en trabajo, en compromiso laboral. Es corroborando
esta observación que los testimonios del consultorio de orientación sexual son
definitivos. Las llamadas disfunciones sexuales, independientemente de que
exijan explicaciones orgánicas, psicológicas o existenciales mucho más
complejas, suponen siempre, sin excepción, un decisivo componente de lo que Masters y Johnson denominaron “temor
al desempeño”.
Es siempre la
retirada ante el desafío que supone “tener
que” alcanzar ciertas metas, cumplir con determinados logros, lo que
generaliza el llamado “síndrome de
evitación”: la mujer más, pero ahora el varón también, evitan o soslayan el
encuentro erótico, le “sacan el cuerpo”
a las relaciones sexuales porque no se sienten seguros, porque han perdido la
autoconfianza, porque temen no poder alcanzar los “standars” eróticos y sexuales que promueven quienes nos ofrecen una
versión agresivamente competitiva del amor. Es interesante, a este respecto,
evaluar críticamente cómo el llamado “capitalismo
salvaje” ha desvirtuado y tergiversado el sentido originalmente libertario
de la llamada “revolución sexual”.
Sobre todo para
las mujeres, el permisivismo y el liberalismo erótico, que se inician a
mediados del siglo, prometían una época de franquicias para el erotismo, que
haría concretas las posibilidades de que hombres y mujeres pudieran llegar a
constituir parejas “parejas”, capaces
de vivir a plenitud sus potencialidades amorosas. Pero, rápidamente la economía de mercado se encargó de
encauzar esta libertad incipiente hacia las compulsividades alienantes del
consumismo más desorbitado. Dos investigadores norteamericanos, un hombre y una
mujer, han estudiado el tema...
Albert Ellis, fundador de la escuela psicoterapéutica racional-emotiva
y de la sexoterapia de primera línea,
aborda el tema a lo largo de las 300 páginas de su libro “La tragedia sexual
norteamericana”, editado en 1971. Ellis comprueba, a lo largo de una minuciosa
investigación, “cómo la publicidad en
EE.UU. enseña específicamente a las mujeres norteamericanas a sentirse físicamente inadecuadas”. Y agrega: “La imagen general que nos hacemos de
nosotros mismos y de las actitudes que adoptamos hacia nuestra propia persona,
están indisolublemente combinadas y confundidas con nuestras imágenes
corporales. Tendemos a gustar de nosotros mismos si gustamos de nuestro
cuerpo... Y a gustar de nuestro cuerpo si gustamos de nosotros mismos (...)
Pero si nuestra herencia cultural, tal como nos salta a los ojos en todos los
libros, las revistas, los diarios, los carteles, las piezas teatrales, las
películas y los números de la televisión que examinamos, exalta de manera
monótona un ideal de perfección física que, en el mejor de los casos, uno de
cada cien puede alcanzar a medias, ¿qué posibilidad tenemos de conservar una
razonable proporción de respeto por nuestros cuerpos evidentemente imperfectos,
y así, por nosotros mismos?”.
Veinte años
después, en 1991, Noami Wolf comprueba cómo esta tendencia a cultivar en
hombres y mujeres la sensación de inadecuación y de incompetencia, al
proponerles modelos inalcanzables, se ha incrementado monstruosamente hasta
convertirse en el marco de referencia más universal, primero de las
generaciones jóvenes, y luego de las de todas las edades. Este modelo de
juventud, de belleza inalcanzable, hace que todos, conscientes o
inconscientemente, nos vivamos comparando y deprimiendo ante la distancia
insuperable que nos separa de esos modelos ideales. El verdadero poder
inconmensurable de la propaganda, la moda, la publicidad y la influencia de los
grandes medios de comunicación, sobre todo de la televisión, se nos hace
evidente cuando descubrimos lo que se gasta en el mundo en promover estos
modelos inalcanzables. Noami Wolf nos da la siguiente lista:
·
La industria de las dietas: 33 billones de
dólares al año.
·
La industria de la pornografía: 7 billones de
dólares.
·
La industria de la cirugía estética: 300
millones de dólares.
·
La industria de los cosméticos: 200 millones de
dólares.
Pensemos que con
este dinero se estarían resolviendo los problemas de alimentación, salud y
habitación que aquejan a vastas poblaciones del Tercer Mundo. Y agrega Noami
Wolf: “Todas estas industrias han
florecido gracias a las ganancias que deja la ansiedad inconsciente”, la
que nosotros encontramos en el consultorio dinamizando el llamado “temor al desempeño” y provocando en
hombres y mujeres pertinaces disfunciones sexuales y eróticas.
Cuando la gente
juega, ni se problematiza ni se angustia. Cuando
se vive el erotismo y el sexo como un juego, como un juego extraordinariamente
recreativo, la gente se distiende, se relaja, se abandona y disfruta.
Cuando, en cambio, se los vive como un “trabajo”,
como la obligación de alcanzar ciertos logros o ciertos desempeños a nivel de
belleza, de juventud, de pasión, de seducción, la gente se angustia ante el
temor a fracasar, a no ser capaz, se inhibe y se bloquea.
También aquí, como
en el deporte, los roles de protagonista y de espectador no son sólo
diferentes, sino contrapuestos y excluyentes. Para Masters y Johnson
las dificultades sexuales aparecen cuando el hombre o la mujer abandonan su rol
de “actores” y pasan a actualizar lo
que ellos llaman el “rol del espectador”...
Lo peor de todo
esto es a qué grado de profundidad se arraigan, en la personalidad de hombres y
mujeres, estos condicionamientos socioculturales. Esto lo saben muy bien los
hombres que sufren de episodios de impotencia, o las mujeres que padecen
trastornos del deseo o de anorgasmia. La superación de sus dificultades exige
un denodado esfuerzo para recuperar la naturalidad, la espontaneidad y la
frescura del erotismo juguetón, pues, sólo eliminando cualquier tipo de
exigencias cabe re-descubrir el sentido lúdico de la sexualidad y el erotismo.
Este proceso de
hacer del erotismo un “trabajo” se
actualiza en ambos sexos, pero se ensaña sobre todo en las mujeres. Cuando las
mujeres, a favor de los cambios experimentados en sus roles sociales y
culturales, se liberan sexual y eróticamente al romper su alienación en la
maternidad compulsiva y múltiple, en la monótona rutina de las tareas
domésticas y en el encierro entre las cuatro paredes de su casa, el mito de
tener que ser bella a cualquier precio y de cualquier modo las aliena en una
nueva dependencia: la de las dietas de adelgazamiento, el uso y abuso de los
cosméticos, y el ajuste a los modelos de la moda de turno. Todo con la
expectativa de poder competir con éxito en el mercado del amor, del erotismo y
del sexo.
Es decir: el
erotismo como juego, la sensualidad lúdica, antes bloqueada por los prejuicios
y los tabúes puritanos, se ven ahora interferidos por la exigencia castrante de
tener que ser eternamente jóvenes, bellas y seductoras, como nos repite hasta
el infinito el bombardeo de los estereotipos publicitarios. El poder del dinero
y de las jerarquías apartan a hombres y a mujeres de la posibilidad de
disfrutar espontánea y naturalmente del erotismo y del placer sexual.
Terminemos esta
serie de reflexiones sobre la imperiosa necesidad de conquistar o reconquistar
el sentido lúdico de la sexualidad y el erotismo, citando algunas de las frases
con que el sociólogo español Joseph Vicens Marques cierra su polémico
libro titulado “¿Qué hace el poder en tu cama?”...
Erotizar la vida. Una utopía realizable...
Desdramatizar los asuntos sexuales sin banalizarlos. Aprender a jugar y
aprender la importancia del juego. Hacer el amor siempre que al menos dos
personas quieran. No hacer el amor cuando es otra cosa lo que se quiere hacer.
Hacerlo siempre con... nunca contra... Separar el sexo de la procreación, pero
también de la machada, de la competición y de la compensación de agravios.
Hacer en la cama un lugar al humor y a la ternura. Probar a hacer el amor para
conocerse, pero también probar a conocerse para hacer el amor. Olvidar para
siempre las inhibiciones y los records”.
- Arnaldo Gomensoro, Elvira Lutz (Sexólogos, Uruguay)
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